SIETE AÑOS CON LAS AVES

Operación Abejaruco. Primavera de 1993.





Con vuelo rápido, el abejaruco vino a posarse a pocos metros de mi escondrijo, ofreció una abeja a la hembra como regalo de compromiso y salió volando en busca de una nueva presa. Desde aquel paraje, en lo alto de un talud, se divisaba el río, que fluía entre sotos bajos y zarzales, escoltado también por trigales y choperas. Enfrente, un arbolillo seco y un enebro eran utilizados por los abejarucos como posaderos habituales para sus compromisos nupciales, y en la orilla del río estaba el nido. Los regalos fueron alternados con las excavaciones necesarias para darle al túnel la longitud adecuada. Pasados algunos días hasta el acondicionamiento del cubil y después de tres semanas de incubación, nacieron los pollos.

Una y otra vez, antes de entrar en el subterráneo con pequeñas presas para sus crías, los abejarucos se detenían en el arbolillo de costumbre. Como si intentara amenizar mi espera, una curruca zarcera, posada en una ramita del enebro, interpretaba ocasionalmente alguna melodía. Una pareja de torcaces bajó a beber al río, y una comadreja, presurosa, hacía su agosto devorando cuantos nidos encontraba a su paso. Para entonces, los trigos se habían tornado amarillentos, y un riachuelo decadente y un calor insoportable invitaban más a la práctica de cualquier otra actividad, a ser posible a la sombra, que a la fotografía de los llamativos abejarucos. Pero, animado tal vez por la sencillez con que había obtenido las fotografías de la pareja en sus idilios conyugales, me dispuse, sin más, a realizar también las de las llegadas al nido, en pleno vuelo, con las cebas para los pequeños, que por cierto, ya contaban con tres semanas de vida, y pronto se echarían a volar.





Un día después, a primera hora de la mañana, las cámaras (y yo con mayor impaciencia), esperábamos la llegada de los abejarucos. Pero entonces, las aves, después de hacer amagos de entrar en el pasadizo, volvían a su posadero habitual, observando con desconfianza modificaciones cerca de su entorno. Pasó algo más de una hora sin que advirtiera en ellos la más mínima intención de entrar en él. Tuve que desmontar todo para que los pollos pudieran ser alimentados. Después de bastantes cebas, volví a colocarlo. Pasado un buen rato, uno de ellos se lanzó con decisión, cortó el haz infrarrojo y cámara y flashes se dispararon, lo que asustó al pájaro, que, dando un tumbo y sin entrar en el nido, se posó donde tenía por costumbre mientras observaba, sin salir de su asombro, lo que podía haber producido aquel extraño fenómeno.

Las intentonas de entrar se sucedían cada vez con mayor frecuencia. Ya era mediodía, el abejaruco llevaba en el pico una libélula aún viva y en vista de que acababan sus desconfianzas, dejando aquello en funcionamiento, me fui a comer. De vuelta, con un calor del demonio, lo vi posado en la misma rama, con la misma libélula en el pico, mustia, escuálida, con las alas desparramadas. Me acerqué al nido y el ruido provocó la inmediata llamada de los pequeños desde el fondo del túnel; hambrientos y pedigüeños, los pobres pollos estaban pagando el pato de las fotografías. Volví a recoger todo y las cebas se sucedieron. En la cámara, el contador de exposiciones todavía marcaba "1". Demasiado tarde para seguir intentándolo, los abejarucos necesitan más tiempo de adaptación y los retoños estaban ya muy crecidos. Otro año será...

Pocos días después, los pollos se echaron a volar. Las familias de abejarucos, agrupadas en bandadas, surcaban el cielo en un continuo vocerío, mientras los jóvenes principiantes, con un plumaje muy similar al de los adultos, adquirían día a día el difícil arte de la caza insectívora. A mediados de septiembre, con el comienzo del otoño, migraron hacia sus áreas de reposo y así, una vez más, desde siempre, un nuevo ciclo se repetía.





A mediados de abril del año siguiente, y tras una larga permanencia en el continente africano, volvieron los abejarucos y acondicionaron la vieja galería derruida de la temporada anterior. Para entonces, simulacros de cámaras y flashes, que imitaban formas y brillos de los auténticos, con sus rótulas, trípodes y soportes correspondientes, llevaban mucho tiempo colocados a la entrada del túnel. Integrados en el paisaje como cualquier otro elemento, en ningún momento resultaron sospechosos para las aves. Otra vez el apareamiento, la espera de los veinte largos días de incubación hasta que, en junio, nacieron los pollos. Había llegado el momento esperado. Hice el cambio y al entrar al nido se encontraron nuevamente con el destello de los flashes. Aquello les hizo volver a dudar, pero con el paso de los días, los abejarucos se introducían sin hacer caso al inofensivo resplandor.

De los treinta días que permanecieron los pollos en el interior del oscuro túnel, muchos de ellos instalé las cámaras. Cada una de las entradas y salidas provocaba el autorretrato inmediato del pájaro, realizando un total de seiscientas fotografías, aproximadamente. Muchas de ellas fueron activadas por avispas, mariposas o por la arenilla del talud y otras partículas en los días de viento. Los flashes y la cámara, a pesar de sus fundas protectoras, expuestos al despiadado sol de julio, alcanzaban temperaturas descomunales. Después de dos años de espera, muchas horas dedicadas y abundante película desaprovechada, más de veinte fotografías eran perfectamente válidas para el reportaje. El abejaruco había quedado inmortalizado en su rápido vuelo hacia la entrada del nido. El esfuerzo había merecido la pena.







FOTOGRAFIAS