RURAL. NATURALEZA EN EL RECUERDO

Recuerdos de Julio.



Ese particular olor a trigo, harina y arpillera de saco, y la tupida capa blanca que, como finísima nieve, lo envuelve todo, vuelve a traerme recuerdos de mi niñez, cuando visitaba el viejo molino del pueblecito donde pasé buena parte de mi infancia. El ruido machacón, y algunas veces atronador, del propio molino parecía no molestar al perro de mi tío Rafael, "León", de cortas patas, también envuelto en harina, que con un gesto de gratitud se acercaba hacia la puerta y tras cuatro o cinco ladridos volvía a tumbarse cerca del molino, en el lugar más ruidoso.

Al otro extremo de la nave, separado por un pequeño tabique, un rincón bastante más silencioso hacía de almacén del grano ya molido. En la parte más baja del techo varias cuerdas de atar sacos colgaban de un clavo roñoso del madero; amarrado a él las golondrinas tenían su nido, hacía tanto tiempo, que nadie podía recordarlo. La cazoleta de barro era renovada año tras año. Unas veces, las golondrinas la encontraban destartalada por el tiempo; otras, casi impecable. De cualquier forma, siempre aportaban nuevos materiales: barro para afianzar la estructura y plumas para acomodar el tapizado del interior, cubierto de polvillo blanco y telarañas durante su ausencia.

Antes de comenzar la restauración, las golondrinas cantaban y trinaban a menudo en los cables eléctricos, enfrente de la casa. Recuerdo que una y mil veces las oía emitir aquel canturreo alegre, y las veía entrar y salir del molino por una pequeña ventanita de acceso al almacén, con bolitas de barro o plumas para la reconstrucción. Cada temporada, el nacimiento de las pequeñas golondrinas, ciegas, desarropadas de plumón y feas como cualquier pollito de ave nidícola, suponía para mí un verdadero acontecimiento. Todas las boquitas amarillas abiertas al unísono, en un continuo balanceo de sus cabezas de frágiles cuellos, que emitían una lastimera llamada para reclamar el alimento. Increíblemente admiradas y protegidas por todo el mundo, siempre me aconsejaban no tocar a los recién nacidos ni curiosear demasiado cerca del lugar, para que mamá golondrina pudiese alimentar a sus polluelos.



Han pasado desde entonces más de veinticinco años sin volver al viejo molino. En todo este tiempo, he fotografiado estas aves en muchas ocasiones y en diversos lugares, he observado su proceso reproductor, he escuchado ese característico trino cientos de veces y, quizás por cotidiano, ni siquiera deparo ya en su delicado vuelo al surcar el cielo azul al final de la tarde. Pero cada vez que llega la primavera y vuelve la golondrina, cada vez que escucho de nuevo ese canto, recuerdo con nostalgia aquellos años de mi infancia cuando, sobre el quicio de la ventana del viejo molino, escuchaba con admiración y felicidad el agradable trino de las golondrinas.





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